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martes, 31 de enero de 2017

ÉRASE UNA VEZ...

Érase una vez una chica tímida que dejó su ciudad  natal, llena de atractivos, recursos, lugares espectaculares y un millar de cosas más para ir a vivir a un lugar donde nada tendría, salvo tener al lado aquel ser maravilloso que le robó para siempre su corazón. Arriesgó la seguridad de lo conocido para adentrarse un mundo desconocido, a priori hostil, como cuentan las malas lenguas. Un pueblo. Un pueblo pequeño, un pueblo de costa pero donde el mar lo ves de lejos si no coges el coche y te acercas a la playa. Un pueblo, donde solo se vive de criticar, de chafardear lo que hace este o como viste aquélla. Donde los cuchicheos en la panadería están al orden del día.
imagen extraída de: el ático del alma

Imaginaba ese pueblo lleno de lenguas viperinas, largas serpientes de dos cabezas que se enroscaban sobre el cuerpo de la víctima a la que iban a criticar. Veía claro que pasear por el pueblo era ser observada por grandes dragones malolientes que escupían fuego sobre ella a cada paso. No era su pueblo.

Su casa estaba a las afueras del pueblo, un pueblo del que solo conocía el banco para sacar dinero, la oficina de correos para recoger cartas y facturas varias y la farmacia cuando ella o su marido enfermaban. Tardó casi cuatro años en conocer a su médico de cabecera, porque todavía no estaba empadronada en el pueblo. Le dolía romper los lazos con su pasado en la ciudad. Descubrió que a pocos kilómetros se hallaban una pequeña ciudad y un pueblo mucho más grande. Y construyó sus quehaceres a caballo entre ambas. Comprar en el pueblo grande, pasear por la pequeña ciudad y largarse siempre a gozar del mar otra vez en el pueblo grande... el pueblo donde vivía no existía, ni para ella ni para él, sólo para los documentos donde se obligaba a poner la dirección. 

Pasaron los años. Y con ellos llegó un nuevo miembro a la familia. Un pequeño bebé enérgico, sonriente, lleno de vida que inundó de mil colores esa casita en las afueras del pueblo. Y también con aquel precioso niño llegó el momento de pisar más aquel pueblo hostil. Ir a la pediatra. Compartir espera con otros papás que como quien no quiere la cosa iniciaban conversación. Ir a la farmacia más a menudo a por vacunas, o mascarillas para inhalar. Y ese bebé, al parecer, daba que hablar. Le decían cosas al pequeño y seguían la conversación con ella. Y ella tuvo que obligarse a cambiar actitudes. Pero sutilmente, sin prisas. Porque no quería ser conocida, no quería que supieran que esa mamá con ese hermoso bebé eran forasteros, no quería que su pequeño fuera atrapado también por las serpientes.

Y un día, los dados del azar, llevaron a la chica a pedir información a la guardería del pueblo. A armarse de valor y preguntar qué debía hacer, cuándo y cómo. Y ese momento, sólo ese, fue el que lo cambió todo. 

Se inició el curso en el que su pequeño debería acomodarse a un nuevo entorno, diferente del de casa con su mamá y su papá. Llegó también el momento de compartir juguetes y espacio y tiempo con otros niños del pueblo. Fue un primer año duro. De adaptación. La chica cada mañana se esforzaba por saludar a todas las mamás y papás que llevaban a sus nenes al cole. Miraba de reojo y con algo de celillos, aquellas conversaciones que tenían entre ellas. Como las amigas de toda la vida. Todas se sabían el nombre de las otras, y ella tomaba distancia. Sólo alguna mamá con la que compartió algunas horas en la guardería las primeras semanas, se tomaba la molestia de ir más allá de los buenos días o las buenas tardes. También alguna que otra mamá que también trabajaba en la guardería se paraba a comentar algo de su pequeño. 

También aquel primer año de guardería, llenó de feos y pálidos grises las paredes de su casa. Su pequeño al parecer era diferente de los demás, actuaba de un modo peculiar. De golpe, su pequeño, además de ser forastero, tenía autismo. 

Ese primer año, el dolor y la pena inundó su hogar. De nuevo la chica tímida de ciudad quería esconderse de todo. Volver a pasar desapercibida, no ser señalada con el dedo, ni ella ni su pequeño. No era justo. Y cada día tenían que dar la cara, y sonreír a los buenos días, y aguantar comentarios sobre el silencio de su pequeño. No quería que nadie supiera esa condición. Pero era consciente que sabiéndolo todas las maestras del a guardería era fácil imaginar cómo la noticia correría como la pólvora. 

Hasta el día que decidió no esconder nada. Llevar a su hijo orgullosa de la mano. Entrar con la sonrisa más bonita que consiguió. Tomar como normal, las manías diarias por las que tenían que pasar antes de entrar. Aun seguían sólo los buenos días o el qué frío hace hoy, o va que vamos tarde.  Sin embargo, empezaban también a hacerse habituales aquellos buenos días de corazón. Aquella chica cargada de cartones que llevaba felizmente a la guardería, que trabajaba en un supermercado, y que cada día le decía una frase más. 

O aquella mamá que un día le dijo que se apuntaran a la rúa de Carnaval con los otros nenes de la guarde. Y cómo con mucha ansiedad accedió y fue a aquella primera reunión en la que había pocas caras conocidas. Cómo ayudó a decorar la carroza, cómo se esforzó en mantener conversaciones animadas con otras mamás... Su primer carnaval en el pueblo. Lo disfrutó. Lo disfrutaron los tres. Su pequeño con todas sus peculiaridades se portó de maravilla y disfrutó descubriendo los confettis. Desde entonces, aunque con cierta pereza, cada carnaval, ahí estaban ellos, al pie del cañón. 

Los días pasaban y pasó la guardería y llegó el cole. También fue duro para ellos. Pero había hados padrinos y hadas madrinas que les ayudaron a ser aceptados, que en su nombre reclamaron los derechos de su pequeño. Hados y hadas a los que agradecer la simpatía, el buen hacer, el saludar efusivamente a su pequeño, el pararse a conversar. Esos hados y hadas que sabiendo que su pequeño era diferente, lo trataban como un niño más. Unos hados y hadas capaces de sentarse a hacer un café si la veían llorar de tristeza. Unos hados y hadas que les tendieron la mano. 

Y hubo hadas, de colores, que despertaron emociones, sentimientos y palabras en su pequeño. Esas hadas, no pusieron peros en hacerla partícipe de sus vidas. Hadas que tenían siempre una sonrisa para su pequeño.

Y así fue como aquella chica de ciudad, que imaginó un pueblo oscuro, lleno de maldad, descubrió que a veces, en los lugares menos pensados, el color, la alegría y la humanidad conviven.

Esta es la historia de una chica llamada Mon y de su pequeña pieza TEA. Esta es la historia de un pueblo lleno de hados y hadas.

imagen extraída de: sandralavandeira





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