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martes, 23 de febrero de 2016

MANÍAS PASAJERAS... O NO

Hace unos años, apareció una película muy tierna, muy cómica y muy genial llamada "Mejor imposible". En esa cinta un señor (Jack Nicholson) tenía una serie de manías y obsesiones que marcaban su día a día... no pisar según qué baldosas, orden y más orden, limpieza, etc. Una rigidez extrema que a él no le dificultaba su día a día, y sin embargo desde fuera, era algo totalmente incomprensible. De hecho daba hasta risa verlo andar por las calles intentando no pisar unas determinadas baldosas. Y para mis adentros pensaba:"sería incapaz de vivir así. Es que no tiene ningún sentido". Y es que en realidad, rituales tan marcados como aquellos pocas veces los había visto. Es cierto que hay gente maniática del orden, todo en su sitio, todo pulcritud, todo en su sitio, ni más para la derecha ni más para la izquierda, ni más arriba ni más abajo, vertical y no horizontal. Después están los maníacos del no tocar nada porque a saber quien lo ha tocado (que en parte lo entiendo, pero debe ser un sinvivir ir en autobús, entrar en una tienda, ir en metro...) o aquellos que necesitan asegurarse tres o cuatro veces antes de salir de casa, que las luces están todas apagadas, que el gas está cerrado y que no hay ningún grifo abierto. 




(Os dejo con algunas escenas de esta fantástica película)

Y piensas y sigues pensando "así no se puede vivir". Hasta que mi pieza TEA entró en nuestras vidas. Hasta que descubrimos que cada día se inventa un ritual nuevo, una manía más. Nos adentramos en el maravilloso de las manías con o sin sentido, un laberinto semioscuro que nunca se sabe dónde nos va a llevar, ni cuanto tiempo permaneceremos en ese bucle constante de las manías de mi pieza TEA. 
Y es que al principio, muy al principio, luchábamos para liquidar obsesiones como cerrar luces de la casa, quedarse quieto mirando los números de los semáforos que indican el tiempo que le queda al viandante para cruzar, o esperar pacientemente quietos ante el semáforo hasta que se pone rojo para los coches y así poder avanzar, o no salir de casa si no se va a comprobar que la televisión está cerrada, o simplemente ir por el mismo camino día tras día, parando en los mismos lugares, tocando los mismos portales, observando boquiabiertos los mismos palos de la luz. En definitiva, llevar a mi pieza TEA por donde nosotros queríamos se convertía poco a poco en un drama difícil de solventar.
El cambio llegó un mediodía yendo para el cole. Siempre aparcamos en el mismo sitio, detrás del centro médico que tiene una subida que va hacia la montaña. Esa tarde, de golpe, mi pieza TEA me arrastraba hacia la montaña, con esa fuerza brutal, casi me arranca el brazo, pero yo, tozuda e inflexible, no quise perder el tiempo en ver hacia dónde quería ir. La cuestión era ir al cole. ¿teníamos que ir a la montaña porque al señorito le apetecía? Pues no, y aquel no, se convirtió en una rabieta muy fuerte, de las de sentarse en el suelo y llorar y llorar, de las de apartarme a manotazos y mirarme con casi cara de odio. Llegamos al cole, donde las mamis que sabían ya lo de Arnau se ofrecían a ayudarme. Al final, pude entrarlo en la clase, y me largué. Me largué cabreada por el espectáculo que había montado, por no haberlo gestionado con cariño, por dejarlo ahí llorando... por todo en general. Al ir a recogerlo, la sorpresa fue mía al comprobar que la rabieta seguía, que no le habían podido consolar, que nada ni nadie había podido parar aquella pena tremenda. Mi pieza TEA no quería ni tan siquiera venir conmigo, ni aceptar mis abrazos. No había consuelo. Por suerte, se me ocurrió cantarle la cantinela de bajar las escaleras saltando: "poinqui, poinqui, poinqui puuuuuum". En ese momento me miró, se secó las lágrimas, se levantó y saltó los cuatro peldaños más feliz que una perdiz. Y ahí finalizó el drama. 
Al día siguiente, sin embargo, volvió a ocurrir lo mismo. Quería ir en dirección contraria al cole. Y esa mañana le dejé ir, quería saber cuál era su objetivo. Y lo vi, me enfadé conmigo misma, y me reí, y le besé. Porque Arnau solo quería ir por el bordillo de la acera haciendo equilibrios, pero desde donde empezaba la acera, única y exclusivamente quería jugar. 
Desde entonces, cedo en sus manías cotidianas. Que hay que esperar que terminen los números del semáforo, pues nos esperamos. Que quiere ir por la izquierda en vez de por la derecha, pues así lo hacemos. Que hay que pasar sí o sí por el paso cebra, pues claro, lo hacemos (además es lo correcto). Que quiere tocar todos los portales, pues pa'lante. Y así con todas aquellas pequeñas manías que no nos entorpecen la vida. Porque a base de paciencia, todas estas manías son temporales. Algunas duran un mes, otras, semanas, pero se van y de ahí sólo quedan anécdotas. 
Y de las que no se van, saco la parte positiva del asunto. Cerrar las luces y comprobar que la televisión está apagada, nos da seguridad y nos ahorra dinero. Esperar a moverse cuando el semáforo de los coches está en rojo es que entiende la dinámica de los semáforos (aunque no mire el que le toca a él). Los pasos de cebra, perfecto, pasamos por ahí que es más seguro. 
Sé que los rituales y manías no son conductas normales y que en realidad entorpecen la vida cotidiana, sin embargo pienso, y lo sabéis, que para mí lo primero es la felicidad de mi hijo. Aprender a convivir con las manías, reconducirlas poco a poco, hacer pequeños cambios en algunas rutinas, y paciencia infinita es para mí la mejor manera de afrontarlas. 
Y pa'lante, siempre pa'lante. 


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